Ahora, y como entretención, se plantea el papel institucional del Presidente de la República, precisamente cuando ya la Asamblea Revisora terminó de aprobar las disposiciones sobre el ejecutivo y una buena parte de las relativas al legislativo. En una reforma que avanza a empujones a pesar de los acuerdos políticos, en una asamblea de oídos sordos a las sugerencias y en un proceso caracterizado por el dejar hablar para que les dejen hacer.

Por lo que se viene decidiendo, no parece que se haya acogido ninguna sugerencia de las tantas que se depositaron en la Asamblea, lúcidas o no lúcidas, pero sí con buen propósito y mucha ingenuidad. Ni siquiera instituciones como la Junta Central Electoral ni la Suprema Corte han sido tomadas en serio. La nuestra es una República de palabras sin semántica donde la gente escucha, cree, se ilusiona y se deja convencer.

Quizás si se hubiese empleado el mismo furor al que se le ha prestado al asunto ese de la Sala o del Tribunal constitucional, la discusión del presidencialismo hipertrófico hubiera podido alcanzar mejor posicionamiento en el ámbito político intelectual. El tema es más difuso y menos especifico. No tiene el mismo propósito como el querer arrancarle a la Suprema el control directo de la constitucionalidad. Y como si ahora no lo hubiese, se sostiene que únicamente habrá “defensa de la constitución”, si no es con sala o tribunal. En adición poco se dice de la otra gran garantía: la rigidez constitucional.

Las constituciones no describen nunca la realidad política. No lo hacen porque no están hechas para eso. Lo que pretenden es disciplinar; reglamentar la vida político-institucional. Y no siempre lo logran y nunca lo hacen por completo.

Eso de cambiar el mundo escribiendo constituciones es apenas la prehistoria de lo que sería la “ingeniería” constitucional, electoral y política. Saberes aplicados de limitado impacto en política y mucho más en medios de políticos solo fin, egotistas y alienados de sus sociedades.

Quien lee las constituciones de Trujillo aprecia la misma fachada democrática que conserva el texto aun vigente. Había elecciones, Congreso, Justicia. JCE, Municipios. Todo eso y más. Pero Trujillo era el Jefe, no porque se lo dijeran sino porque lo era. Era el generalísimo de las Fuerzas Armadas, el presidente y líder del Partido Dominicano y el Presidente de la República en varios periodos. El partido sometía los candidatos, los congresistas eran sustituidos por el partido, el Senado designaba la Junta, la Suprema y todos los jueces. Todo dependía del Partido y en el partido todo dependía de Trujillo.

¿A que se ha debido el cambio si las normas constitucionales son prácticamente las mismas? Postular por más atribuciones para el Congreso despierta la curiosidad: ¿las ejercerá cuando el juego de las fuerzas políticas dimana de mecanismos que prohíjan una mayoría fosilizada y vasalla de la Presidencia?

¿Acaso no se acaba de dar el tiro de gracia a las elecciones separadas que cierra posibilidades al reflejo del humor político intermedio? ¿No se quiere que sea el Consejo de la Magistratura el que haga designaciones, que como buena oligarquía abre, su puerta a los poderes facticos para avanzar sus intereses colocando sus propias gentes?

Cambiar las constituciones podría ayudar algo pero quedarse en ellas sin auspiciar cambios que cambien no es más que una ilusión en la burbuja.

© Julio Brea Franco 2009
Florida, USA
Publicado originalmente en Periódico HOY de
República Dominicana
Junio 22, 2009